La declaración de Randolph Carter
La policía interrogaba sin éxito a Randolph
Carter. LO habían encontrado en el cementerio, en estado de
shock, junto a una tumba abierta, unas ganzúas y un teléfono portátil con
el cable cortado. Ahora, ya en el hospital, intentaba dar detalles para
esclarecer el paradero de su amigo, el doctor Harley Warren.
– Les he dicho todo lo que sé. Hasta el mínimo
detalle. No sé más, se lo juro. El paradero de mi buen amigo Warren está en
lugar inaccesible, un lugar de donde nadie regresa. Se lo repetiré todo, pero
ya les digo que no aportaré nada más, porque es todo lo que sé, todo lo que
recuerdo, de esa horrible noche…
Randolph Carter había narrado los hechos a la policía
pero intentaban sacar más información. Buscaban sin éxito a Warren,
desaparecido la noche anterior en ese mismo
cementerio.
‘Mi amigo Warren llevaba mucho tiempo estudiando
un libro de caracteres extraños que guardaba con mimo en su escritorio. Su
biblioteca está llena de libros escritos en otros idiomas. Pero aquel libro era
indescifrable, al menos, para mí. Tal vez escrito en algún dialecto o en un
idioma muy antiguo. Sin embargo, él consiguió sacar algunos datos, y comenzó a
resolver extrañas fórmulas matemáticas.
Un día, Warren me pidió ayuda: necesitaba que
alguien lO acompañara una noche hasta el cementerio. No pregunté mucho,
porque en otras ocasiones necesitaba mi ayuda y yo
simplemente le acompañaba sin más. Debo decir que el lugar elegido me
sorprendió bastante, pero ya sabía que el libro que tenía entre las manos tenía
algo que ver con ese otro mundo tan desconocido.
Así que agarramos todo lo necesario y nos pusimos en
marcha. Llevábamos dos mochilas, cargadas con ganzúas, martillos y un
teléfono portátil con un cable de cobre larguísimo, bien enrollado.
Cuando llegamos al cementerio, comenzaba a anochecer.
La niebla empezó a cubrir aquel angosto lugar y a esconder algunas de las
viejas lápidas llenas de musgo y moho. La luna empezaba a perfilarse en el
horizonte, una luna creciente que poco apoco ascendía hasta el centro del
oscuro cielo.
Andamos bastante, dejamos atrás algunas tumbas
repletas de flores muertas, hasta que llegamos a una lápida, semi cubierta por
el musgo, una simple lápida plana en el suelo, sin cruces, sin estatuas, sin flores.
Una lápida antigua y olvidada, cerca de un cruce. Entonces, Warren, que de vez
en cuando consultaba de reojo su extraño cuaderno, me dijo que parara, que
era allí, allí mismo, y se descolgó la bolsa que llevaba al hombro’.
Warren me indicó entonces que sacara las cosas de la
bolsa.
– Vamos, Carter, no hay tiempo que
perder… debemos levantar esta pesada losa.
Así que obedecí. Con ayuda de las ganzúas y después
de mucho trabajo, logramos soltar la pesada piedra y apartarla con cuidado. El
olor que despidió entonces aquel foso nos empujó hacia atrás. Era realmente
nauseabundo. Después de un rato, el olor se disipó entre la
niebla y pudimos asomarnos a aquel oscuro agujero. Entonces vimos una
estrecha escalera que descendía hacia no sé dónde.
– Carter, bajaré solo. Sé que quieres
acompañarme, pero este trabajo debo hacerlo yo. Tú no estás preparado para ver
lo que hay ahí abajo…
Yo insistí, no
podía dejar que bajar a aquel horrible sitio sin ayuda:
– ¡Tengo que acompañarte! ¡No puedes enfrentarte solo
a este lugar!
– No, te he dicho que no. Por eso traje el teléfono.
El cable es muy largo y podré comunicarme contigo en todo momento. Escucha,
Carter, yo te he metido en esto pero no pienso llevarte a este lugar. Puedes
morir. O puede que veas algo que te haga perder la cordura. Tu misión está aquí
arriba. Vigila todo y permanece atento a mi llamada.
Al final, Warren se salió con la suya. Desenrollamos
el cable del teléfono y él comenzó a bajar con uno de los extremos del
aparato por esa infernal escalera‘.
Tal vez solo fueron minutos, pero a mí me pareció una
eternidad. El silencio atravesaba todos mis sentidos y comencé a ver
sombras extrañas que parecían moverse entre las lápidas. Hasta la luna parecía
observar todo desde lo alto del cielo. Debía ser medianoche, y la niebla helada
comenzaba a fundirse con el sudor de mi frente. Hacía unos minutos que no oía
nada, pero el cable seguía avanzando, hasta que de pronto, se paró de golpe.
– Warren, ¿estás bien? ¿Qué pasa, dime algo?
Y entonces escuché la voz débil y entrecortada de mi amigo:
– Carter, Carter, no podrías creer lo que estoy
viendo. Es horrible, ¡horrible!
Comencé a temblar y a temer por la vida de mi amigo.
– ¿Pero qué ves? ¡Dime qué hay, Warren!
– No puedo contártelo, no puedo explicártelo. No
podrías entenderlo. Carter, debes irte, debes huir. Por favor, coloca de nuevo
la losa y escapa… ¡escapa!
En ese momento estaba tan nervioso, que no podía
reaccionar. No quería irme, pero mis músculos se negaban a reaccionar de
ninguna forma:
– Warren, voy a bajar. Necesitas ayuda. ¡Voy a bajar!
– No, Carter, ni se te ocurra. No bajes, no hay
vuelta a atrás. Dios mío, qué espanto, qué horribles criaturas… ¡son legiones!
– ¡Warren, Warren! ¡Sal de ahí!
Y en ese momento, sonó un grito, un lamento
desgarrador que hasta erizó el más pequeño de mis vellos. Un grito al que
siguió un doloroso silencio. Volví a intentarlo, llamé a Warren:
– ¡Warren! ¡Dime algo! ¿Qué pasa?
Y entonces sucedió… lo último que recuerdo es esa voz
terrorífica, profunda, rota, esa voz que provocó mi desmayo, esa voz que dijo
con claridad:
– ¡Loco…Warren ya está muerto!
Y ya no recuerdo más, se lo juro. Amanecí en este
hospital. No tengo más datos. Pero sí les advierto: aquel lugar a donde
descendió Warren no debe ser visitado por ningún humano jamás en la vida’.